En un aporte de Papaniel, redescubrimos a Hernán Casciari (argentino él, autor de la obra "Más respeto que soy tu madre").
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Anoche
le contaba a mi nieta un cuento infantil muy famoso, el de Hansel y Gretel de
los hermanos Grimm.
En el momento más tenebroso de la aventura, los
niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan,
un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa.
Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a
anochecer.
Mi nieta me dice, justo en ese punto de clímax narrativo... -"No importa. Que lo llamen al papá por el celular".
Entonces pensé, por primera vez, que mi nieta no tiene una noción de la vida
ajena a la telefonía inalámbrica. Y al mismo tiempo descubrí qué espantosa
resultaría la literatura -toda ella, en general- si el teléfono móvil hubiera
existido siempre, como cree mi nieta.
Cuántos clásicos habrían perdido su nudo dramático, cuántas tramas hubieran
muerto antes de nacer, y sobre todo qué fácil se habrían solucionado los intríngulis
más célebres de las grandes historias de ficción.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica, en cualquiera que se le
ocurra. Desde la Odisea hasta Pinocho, pasando por El viejo y el mar, Macbeth,
El hombre de la esquina rosada o La familia de Pascual Duarte. No importa si el
argumento es elevado o popular, no importa la época ni la geografía.
Piense el lector, ahora mismo, en una historia clásica que conozca al dedillo,
con introducción, con nudo y con desenlace.
¿Ya está?
Muy bien. Ahora ponga un celular en el bolsillo del protagonista. No un viejo
aparato negro empotrado en una pared, sino un teléfono como los que existen
hoy: con cobertura, con conexión a correo electrónico y Chat, mensajes de texto
y con la posibilidad de realizar llamadas internacionales cuatribanda.
¿Qué pasa con la historia elegida? ¿Funciona la trama como una seda, ahora que
los personajes pueden llamarse desde cualquier sitio, ahora que tienen la
opción de chatear, generar videoconferencias y enviarse mensajes de texto?
¿Verdad que no funciona un carajo?.
Mi nieta, sin darse cuenta, me abrió anoche la puerta a una teoría
espeluznante: la telefonía inalámbrica va a hacer añicos las viejas historias
que narremos, las convertirá en anécdotas tecnológicas de calidad menor.
Con un teléfono en las manos, por ejemplo, Penélope ya no espera con
incertidumbre a que el guerrero Ulises regrese del combate.
Con un móvil en la canasta, Caperucita alerta a la
abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria.
Con telefonito, el Coronel sí tiene quién le escriba algún mensaje, aunque fuese
spam.
Y Tom Sawyer no se pierde en el Missisipi, gracias al servicio de localización
de personas de Telefónica.
Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano que el lobo
está yendo para allí.Y Gepetto recibe una alerta de la escuela, avisando que
Pinocho no llegó por la mañana.
Un enorme porcentaje de las historias escritas (o cantadas, o representadas) en
los veinte siglos que anteceden al actual, han tenido como principal fuente de
conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación. Han podido existir
gracias a la ausencia de telefonía móvil.
Ninguna historia de amor, por ejemplo, habría sido trágica o complicada, si los
amantes esquivos hubieran tenido un teléfono en el bolsillo de la camisa.
La historia romántica por excelencia (Romeo y Julieta, de Shakespeare) basa
toda su tensión dramática final en una incomunicación fortuita: la amante finge
un suicidio, el enamorado la cree muerta y se mata, y entonces ella, al
despertar, se suicida de verdad.
Si Julieta hubiese tenido teléfono móvil, le habría escrito un mensajito de
texto a Romeo en el capítulo seis:
..."M HGO LA MUERTA,
PERO NO TOY MUERTA.
NO T PRCUPES NI
HGAS IDIOTCS. BSO".
Y todo el grandísimo problemón dramático de los capítulos siguientes se habría
evaporado. Las últimas cuarenta páginas de la obra no tendrían gollete, no se
hubieran escrito nunca, si en la Verona del siglo catorce hubiera existido la
promoción 'Banda ancha móvil' .
Muchas obras importantes, además, habrían tenido que cambiar su nombre
por otros más adecuados.
La tecnología, por ejemplo, habría desterrado por completo la soledad en
Aracataca y entonces la novela de García Márquez se llamaría 'Cien años sin
conexión': narraría las aventuras de una familia en donde todos tienen el mismo
nick (buendia23, a.buendia, aureliano_goodmornig) pero a nadie le funciona el
Messenger.
La famosa novela de James M. Cain -'El cartero llama dos veces'- escrita en
1934 y llevada más tarde al cine, se llamaría 'El gmail me duplica los correos
entrantes' y versaría sobre un marido cornudo que descubre (leyendo el
historial de chat de su esposa) el romance de la joven adúltera con un
forastero de malvivir.
Samuel Beckett habría tenido que cambiar el nombre de su famosa tragicomedia en
dos actos por un título más acorde a los avances técnicos. Por ejemplo, 'Godot
tiene el teléfono apagado o está fuera del área de cobertura', la historia de
dos hombres que esperan, en un páramo, la llegada de un tercero que no aparece
nunca o que se quedó sin saldo.
En la obra 'El jotapegé de Dorian Grey', Oscar Wilde contaría la historia de un
joven que se mantiene siempre lozano y sin arrugas, en virtud a un pacto con
Adobe Photoshop, mientras que en la carpeta Images de su teléfono una foto de
su rostro se pixela sin remedio, paulatinamente, hasta perder definición.
La bruja del clásico Blancanieves no consultaría todas las noches al espejo
sobre 'quién es la mujer más bella del mundo', porque el coste por llamada del
oráculo sería de 1,90 la conexión y 0,60 el minuto; se contentaría con
preguntarlo una o dos veces al mes. Y al final se cansaría.
También nosotros nos cansaríamos, nos aburriríamos, con estas historias de
solución automática. Todas las intrigas, los secretos y los destiempos de la
literatura (los grandes obstáculos que siempre generaron las grandes tramas)
fracasarían en la era de la telefonía móvil y del wifi.
Todo ese maravilloso cine romántico en el que, al final, el muchacho corre como
loco por la ciudad, a contra reloj, porque su amada está a punto de tomar un
avión, se soluciona hoy con un SMS de cuatro líneas.
Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, aquella explicación que
nunca llega; no hay que detener a los aviones ni cruzar los mares. No hay que
dejar bolitas de pan en el bosque para recordar el camino de regreso a casa. La
telefonía inalámbrica -vino a decirme anoche la Nina, sin querer- nos va a
entorpecer las historias que contemos de ahora en adelante. Las hará más
tristes, menos sosegadas, mucho más predecibles.
Y me pregunto, ¿no estará acaso ocurriendo lo mismo con la vida real, no
estaremos privándonos de aventuras novelescas por culpa de la conexión
permanente? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, correrá desesperado al aeropuerto
para decirle a la mujer que ama que no suba a ese avión, que la vida es aquí y
ahora?
No. Le enviaremos un mensaje de texto lastimoso, un mensaje breve desde
el sofá.
Cuatro líneas con mayúsculas. Quizá le haremos una llamada perdida, y
cruzaremos los dedos para que ella, la mujer amada, no tenga su telefonito en
modo vibrador.
¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si algo siempre
nos va a interrumpir la incertidumbre? Una llamada a tiempo, un mensaje
binario, una alarma.
Nuestro cielo ya está infectado de señales y secretos: cuidado que el duque
está yendo allí para matarte, ojo que la manzana está envenenada, no vuelvo
esta noche a casa porque he bebido, si le das un beso a la muchacha se
despierta y te ama. Papá, ven a buscarnos que unos pájaros se han comido las
migas de pan.
Nuestras tramas están perdiendo el brillo, las escritas, las vividas, incluso
las imaginadas- porque nos hemos convertido en héroes perezosos.
por Hernán Casciari