por Yamandú Cuevas
La distancia
que tiene que haber entre el asiento de la bici y los pedales debe ser la de la
pierna del ciclista completamente estirada, pero en mi caso eso no se podía
cumplir, no por las características de la bicicleta sino por el excesivo largo
de mis piernas, así que la pedaleada era por lo menos, forzada.
Cuando mis
amigos me invitaron a ir hasta el puerto a ver los yates me pareció mucho mejor
idea que la de subir aquella montaña, el día estaba soleado y yo no tenía otra
cosa mejor que hacer.
La brisa era
leve y traía un aroma dulce, probablemente de los campos floridos que vi cuando
llegué. El grupo de ciclistas era variopinto pero por el ritmo de la pedaleada
se notaba que salían a menudo. Mientras avanzábamos me iban haciendo de guías
turísticos señalándome con el brazo extendido una u otra rareza del paisaje,
una u otra particularidad arquitectónica, pero siempre sin parar, a buen ritmo
de bicicleta.
Cuando
habíamos hecho un par de kilómetros me di cuenta que aquellos zapatos para subir
montañas no eran los más indicados para la ocasión y que la camisa leñadora me
empezaba a dar algo de picazón en el cuello. No es que hubiera muchas subidas, pero
el solcito picaba un poco y con el pedaleo, las pulsaciones y la temperatura
corporal se hacían sentir.
Yo avanzaba
intentando no ser el último todo el tiempo y disimulando el esfuerzo con mi
mejor cara de perro alegre, pero el cigarro y la falta de ejercicio no me
dejaban mucha opción. Después del cuarto o quinto kilómetro me relajé, acepté que
mi lugar en el grupo era la retaguardia y sólo traté de no quedar demasiado
rezagado.
-¿Estás
cansado Pablo? Mirá que cuando quieras paramos, ¿eh?. Avisanos.
-No, no, voy
fenómeno, mentí.
Después de
todo no estaba tan mal ir último. Esa posición me permitía observar la cadencia
de movimientos de la cadera de Laurita, la hermana menor de Agustín, el amigo
que me hospedaba. En los repechitos, cuando ella tenía que elevarse levemente
del asiento para afirmarse en los pedales me felicitaba por la idea de haber
aceptado la invitación, aunque a decir verdad, cada vez la veía desde más lejos
porque mi cansancio fue creciendo de forma indisimulable.
Por más que en
un mínimo alto había logrado atarme la camisa leñadora a la cintura, las medias
de lana gruesa que me había puesto por si subíamos a la montaña me estaban empapando
los pies y mi nuca era una sopa espesa que descendía por mi espalda con rumbo
al asiento de la bici, que parecía de plomo.
-Ánimo Pablo
que sólo nos faltan tres kilómetros! me gritó Agustín desde la punta de aquel
pelotón tontamente alegre y distendido.
¿Cómo tres?
Pensé. ¿Habré escuchado bien? Yo ya estaba para tirar la toalla cuando rebajando
la velocidad y dándose cuenta de mi falta de estado Laurita se me emparejó.
-Venís bien
Pablo?
Iba a
responderle una mentira, pero las huellas que la transpiración le dejaba en la
remera resaltándole los pechos, hicieron que mi concentración desapareciera y la
bici se me fuera contra la cuneta. Me hice mierda, me di la cabeza contra una
piedra.
De todo eso
me enteré en la casa de Agustín, cuando abrí los ojos.
La bolsa en la cabeza: helada, la vergüenza en mis mejillas: caliente, y la mano de Laurita acariciando piadosamente la mía: el premio.
Excelente . Gabriela , Playa verde .
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