por Yamandú Cuevas
Venía desde el fondo de los tiempos, desde el espacio
infinito o desde el centro mismo de la tierra. Era un zumbido metálico, frío,
un aroma a huesos molidos, a cajón podrido, a resaca de maremoto. Un aire
húmedo y pastoso nos atravesaba y seguía rambla abajo hacia la punta de la
escollera donde aparte del Gitano, el Fogata y su perro Moncho no había más nadie.
El frío pegaba en la cara como latigazo de vara verde y las manos, de un rojo
traslúcido concentrado en los nudillos se movían con absoluta torpeza,
incapaces de atar un anzuelo, recoger el aparejo o sacar un cigarrillo de la
caja. La niebla era tan cerrada que apenas se podía ver el agua pegando contra
las piedras rompeolas y dos o tres gaviotas que flotaban como si no pasara
nada.
Yo no había querido ir ese día. Un poco por cansancio y otro
poco por ganas de quedarme en la cama, pero me jodieron tanto con el pique que
al final fui. ¿A qué mierda me iba a quedar en el rancho, solo y sin nada que
hacer? Antes de salir calenté un café viejo y me lo tomé negro nomás, sin nada.
Parte porque me gusta así y parte porque no tenía un pedazo de galleta, ni nada.
Cuando llegamos a la rambla no estaba tan fulero, la niebla
se veía venir pero nunca pensamos que se fuera a poner tan densa, tan
impenetrable. Cuando estuvo encima nuestro todo se puso sombrío, en el muelle
no volaba una mosca, ninguno hablaba. Apenas el Moncho se rascaba la oreja casi
por compromiso. Yo estaba concentrado en mirar el vaivén de la olita contra las
piedras, en la pequeña línea de espuma que se armaba en cada golpe y en cómo se
desarmaba. En el ruidito también. Me hacía gracia, pensaba que cuando uno tiene
que describir el sonido del mar nunca se acuerda del ruido de unas olitas de
morondanga golpeando contra las piedras sino de grandes vientos y olas que
estallan contra murallones.
Ahora se había puesto bravo, al frío polar había que sumarle
la espesura de la niebla que nos empapaba el pelo, los bigotes y la ropa. Yo la
escrutaba tratando de ver la baliza que señala el fin de la escollera pero no
se veía nada, ni siquiera su luz intermitente.
Por hacer algo recogí la tanza del aparejo y volví a tirar
parando la oreja para adivinar cuán lejos sonaba la plomada. Me encantaba
sentir el sonido de la tanza desembarazándose de la lata, el siseo del hilo
contra el metal y la pesa hundiéndose en el agua. Sin embargo esta vez no lo
escuché. Fue raro. Nunca creí eso de que la niebla apaga los sonidos pero,
podía ser. Uno nunca sabe.
Estaba en esos pensamientos y por apoyar la lata en el piso,
por asegurarla contra la valija cuando percibí una presencia, un aire menos
frío y húmedo que el de aquella mañana. Levanté la vista y no vi nada. Sin
embargo sentí como que algo se había instalado al lado mío, entre la valija de
pesca y yo. No podía asegurar que fuera una persona, tampoco un animal, pero sí
algo que estaba vivo, que tenía calor y se movía. Estiré mi mano palpando el
aire, como quien tantea en lo oscuro y sentí algo mucho más corpóreo de lo que imaginaba,
algo constituido como de una gelatina tibia y transparente que se desgranaba a
medida que subía y baja la mano por adentro suyo. Este acto espontáneo, casi
involuntario, generó en la presencia un leve temblor que me hizo creer que
aquello le gustaba. Por lo menos no parecía incomodarle, así que por las dudas
seguí, mientras, empezaba a notar que en la gelatina había unos puntitos minúsculos
similares a las pequeñas grajeas que las tías le ponían a mis tortas de cumpleaños.
Puntitos de colores que -según donde estuviese mi mano- se ponían más juntos y
más cálidos, en una danza elíptica que no podía dejar de mirar. Cuando probé a
hacer lo mismo también con la otra mano la presencia volvió a vibrar y creció
dejando un espacio hueco en medio de la niebla. Ahora la danza de puntos
cálidos alrededor de mis manos empezó a hacerse más dinámica, más luminosa y
pude comprobar que si movía las manos más rápido el hueco en la niebla se
agrandaba mientras el aire que quedaba dibujándola se hacía más claro, límpido
y despejado.
Al cabo de unos minutos me encontré completamente dentro del
hueco de la niebla agitando las manos como un director de orquesta. Un hueco
sin forma fija que se expandía y se contraía a un ritmo cada vez más excitante
y vertiginoso. Ahora los puntos eran surcos luminosos orbitándome a toda
velocidad y el espacio libre de niebla una especie de burbuja jadeante que no
paraba de latir y crecer.
Sudoroso, agitado y agotado, intentando darle final a aquel
acto cerré los ojos, alcé mis manos al cielo estirando los dedos todo lo que
pude dejando esa pose en suspenso por segundos que parecieron siglos de
chispazos convulsivos, hasta que los bajé de golpe en un claro gesto de final
de función.