In Invernum qualqum soreteae fiumo expelent

DEFINICIÓN


galanga (diccionario de la real Academia Española)

3. f. Bacín plano con borde entrante y mango hueco, para usar en la cama.

lunes, 15 de mayo de 2023

Luisa, a secas


por el Flaco

Mi cuñado me dice que tengo razón cuando comento en voz alta que mis padres no eran unos padres cualquiera. Que tenían sus singularidades; que no eran como los papás de mis compañeras de la escuela. Papá siempre decía entre carcajadas que éramos la familia “del uno”: una sola novia, un solo trabajo, una sola cosa a la vez, una sola hija. Y hasta un solo nombre. Consideraban que era cursi eso de ponerse dos o tres nombres (que se sumaban a los dos o tres apellidos, más el de casada que muchas mujeres adoptaban como estandarte social). Coleccionaba tarjetas de presentación que le resultaban así de ridículas, en una caja de madera de habanos que se había fumado en los recreos del liceo con el profesor de matemáticas. Una vez me las mostró en unas vacaciones de verano. Calculábamos que la gente hacía grandes inversiones para meter tanto currículum patronímico en una cartulina de ocho por cinco centímetros. Y nos reíamos mucho inventando personajes con nombres largos y apellidos cortos. O de apellidos largos, bien pomposos, precedidos de nombres que buscábamos en la guía telefónica. Recuerdo que siempre me despertaba en las siestas antes de ir a la playa con una imagen: figurate si tenés una muñeca, y la perdés. Y si una nena la encuentra, y le pone otro nombre y la quiere como si la hubiera comprado. Y vos tiempo después, y luego de tanto buscarla, la ves de lejos, y gritás “esa muñeca es mía, yo la perdí….”. Entonces la mamá de la niña te responde: ¿cómo sabés? ¿Acaso tenés cómo probarlo? Menos mal que era un sueño, me decía cuando me despertaba. Nunca se lo conté a nadie. La abuela afirmaba que si eran sueños feos, mejor escribirlos y luego quemar la hoja de papel para que no se dieran.

Nunca tuve que ir a rescatar muñeca alguna. Siempre cuidé mucho las pocas que tuve. Y tampoco les puse muchos nombres. Por si tenía que salir a buscarlas y la gente no me entendiera. Y porque además respetaba la tradición familiar. Y no sabía tanto de nombres, la verdad. Cuando aprendí a hacer oraciones con sujeto y predicado, la maestra un día me descubrió una lista de nombres masculinos en la libreta de deberes. Creyó que era una nómina de pretendientes de la clase. Le contó un tanto avergonzada a mamá que seguro yo era muy enamoradiza, porque había hecho un trencito con Marcelo, Gustavo, Martín, Miguel, todos mis compañeritos varones. Y todos vivieron su vida con esa versión. Nunca me preguntaron el por qué lo de la nómina. Era por si un día llegaba a casa, y a la hora de la cena, mis papás me sorprendían con la noticia: ¿sabés Lu ? Vas atener un hermanito….! ¿Adiviná cómo le vamos a poner? Y entonces yo ahí los hubiera dejado ciegos sacando mis apuntes y dando mis preferencias. Pero, ya saben. La familia del uno….. . Qué bien me hubiera venido tener uno; por lo menos medio hermano.

Me hubiera ayudado, y mucho. Nos hubiéramos turnado más fácil. Hasta nos habríamos repartido tareas y ahorrado la mitad del tiempo hasta ahora. No hubiera tenido ningún problema de celos y esas cosas de Susanita con su hermano menor y otros dilemas. Habríamos repartido el botín entre los dos: papá es mío, y mamá tuya mientras yo estoy en la escuela. Como soy la mayor - naturalmente era un bebé y no entendería mucho de esas cosas por un tiempo -, tenía que hacer el esfuerzo por darle motivos de envidia cuando papá me agarraba en brazos, o mamá me peinaba antes de salir a lo de la abuela Blanca Rosa.

Pero me quedé hija única, y con un solo nombre. Ya más grande, en donde estuviera me preguntaban “¿Luisa cuánto…?” Siempre les respondía “Así, como le dije, Luisa, Luisa a secas.” Seguro que más de uno ha creído que no tenía apellido. O que, si lo tenía, me avergonzaba decirlo. O me hubiera delatado fácil, y no tenía ganas de andar explicando a cada rato con todos los detalles. Cuando nací no existía eso de poder elegir el apellido a asignarle a los recién nacidos. O ya de adulto, querer cambiarlo, como los escritores que se ponen el de la madre. Llegué a creer que el apellido no era necesario para la vida. Que la identidad era otra cosa, mas allá del sexo o el color del pelo. Éramos la familia de todo en poca cantidad, pero una familia común y corriente. Hasta ese día.

Era jueves 20 de abril. Papá siempre fue el primero en venir a mi cama a saludarme y estrujarme las orejas por mi cumpleaños. Él ya vestido para irse al estudio y yo en pijama, saltábamos cantando y nos tirábamos sentados al final del “ que los cumplas, feliiiiiizzzz!!”. Un ceremonial divertido y  acostumbrado que esa mañana extrañé de inmediato. Mamá estaba en la cocina y medio me explicó que se había ido más temprano por cosas del Centro, pero que volvería a tiempo para soplar las velitas y abrir los regalos. Nunca más tuve un aniversario con padre y tirón de orejas; aunque seguí honrando la costumbre de cumplir años.

Tampoco lo vi esa noche y durante mucho. Mamá empezó a hablar en voz baja. Como anticipando las preguntas y no dando lugar a respuestas, cuando yo la miraba con la intención de preguntarle por él. Seguro pensaba que con doce años no era mucho lo que podía tener derecho de averiguar. Y tanto menos, de saber.

Un domingo después de almorzar, escuché que la abuela le decía mientras la abrazaba “vos andá nomás, que yo me quedo esta semana con Luisa. De paso te va a hacer bien verlo, y yo aprovecho que estamos solas para ponerla más o menos al tanto. Beatriz querida, vos tené fe, que yo todas las noches pido por Héctor, y por todos.”

Debo tener algún agujero negro en el lóbulo de la memoria, porque de ese tiempo sólo retengo muy claro que de pronto me vi yendo en tren todos los meses a la ciudad de al lado. Así le llamaba yo, aunque eran como dos horas de viaje de ida, y otras tantas para la vuelta. Mamá me daba el pasaje y la mochila y se despedía con un estruendoso beso cuando sonaba el pito de la locomotora y el tren ponía proa al encuentro. Los guardas generalmente me reconocían, y pasaban a cada rato para verme. Me traían pastillas de menta, galletitas, un vaso de agua, me preguntaban si no quería ir al baño. Digamos, me mimaban. Cuando el final del recorrido estaba cerca, me avisaban que me despertara que seguro ya tendría ganas de bajarme y llegar al destino.

Se había convertido en un ritual de fin de semana,  que prontamente empecé a considerar como el privilegiado de cada mes. Eran unas horas, que vivía como días, y que siempre me parecían segundos. Llegaba sobre el mediodía, y salía de regreso a la tardecita. Él me esperaba puntualmente en el andén, y yo golpeaba la ventanilla para que me reconociera entre tanta gente y tantas caras. Debo haber creído que todos los pasajeros veníamos a buscar a nuestros padres en ese lugar. Como le salía hacerse el payaso, y sabía que yo le seguía el hilo en todo, un sábado me dijo que a partir del próximo mes, como cada vez había más gente en los andenes, me estaría esperando con su paraguas negro. Pero abierto. ¿Y si no llueve? ¿No te vas a ver ridículo?, le pregunté muerta de risa. Para nada, me dijo. Al contrario, todo el mundo me va a mirar, incluso vos, y va ser fácil que me saques entre tantos sombreros y pelucas de sopranos con sobrepeso. Así era él, de tan divertido. Aunque una vez se puso serio. De vuelta de la confitería y mirándome un tanto grave, la rodilla en el piso y su mano izquierda en mi cabeza me dijo con voz calma “Lu, si un día no ves el paraguas, no te bajes. Porque él siempre está conmigo, y viste que es grande y con puntas. Si no estoy, seguí de largo hasta la otra estación. Cambiás de andén y volvete a casa, que mamá y la abuela te van a estar esperando“. Entendí que no era un chiste, que hablaba de algo importante. Hubiera preferido creer que tal vez después me saldría diciendo que lo iba a cambiar por un gorro de Popeye, o una corona de rey mago. Pero no. No dijo más nada. Puso en la mochila los bizcochos que habían quedado, me abrazó muy, muy fuerte. Pude sentir que lo quería mucho, mucho más que a mis muñecas, y que no me importaba que me hubiera puesto un solo nombre, Luisa así nomás, a secas .

Era agosto de 1978, hacía mucho frío, pero no llovía. Saqué la mano por la ventanilla y lo vi agitar ese ya símbolo, mientras lo abría y lo cerraba, a modo de saludo.

 

Efectivamente, al mes siguiente, no estaba el paraguas ese sábado en la estación de Morón. Y papá tampoco. Seguí de largo en ese viaje. Ese viaje interminable y sin escalas, de vías kilométricas, con barreras amenazantes, estaciones tristes, de locomotoras viejas y sin remedio. Todo metido en una pirueta de la historia que ahoga la memoria de la luz con un cielo de silencio. Un cielo que algún día me regalará una lluvia, la del reencuentro. Con mucho viento para que los paraguas se sacudan, y los sentimientos de las almas desencontradas se hagan de carne y hueso. O apenas huesos; con consignas. Como esa del aniversario. La que dice “ la búsqueda del hombre que luchó por su ideal nos trajo hasta aquí…”

 

 

Para Lucía

Y por Héctor Giordano Cortazzo

13/5/1939…..30/8/1978

 

Flaco, La Reina

13.05.2023


Comentarios


Impresionante

Anónimo


Hiciste increíblemente dulce, una historia tan dura..👏🏻👏🏻

Anónimo

2 comentarios: