por Medio Gurméndez
Alejándose los días más densos de la campaña política y seguros que dentro de poco nomás la cosa volverá a ponerse espesa, hoy pretendo hacer un alto en la continua prédica irónica de este sagaz libelo cuasi diario.
Y como se nos acercan las natividades y sus eventos colaterales se me ocurrió brindarles uno de mis recuerdos infantiles: el pesebre en la casa de mi abuela Mamma.
Si bien la Mamma era católica, no recuerdo que fuera de las que van periódicamente a misa ni nada por el estilo. Pero en su casa, que era enorme, siempre se armaba pesebre.
Mas bien los que lo armaban eran sus tres hijos menores: la tía Marta, la tía Graciela y el tío Tito. Como era una familia muy grande (ellos eran 6 hermanos) mi diferencia etaria con mi tío Tito era poca: los siete escasos años que nos separaban nos hacían ver más como hermanos que como tío - sobrino. Capaz que por eso tengo más recuerdos de esos pesebres: era casi otro partícipe en su construcción.
La que llevaba la capitanía, como siempre, era la tía Marta. Lo hacía casi como dándole importancia de ingeniería civil.
En aquellas épocas se compraba papel roca. Los menores de 50 años ni deben de saber qué carajo era. Se trataba de unos grandes pliegos de papel grueso, como de embalar, pero con estampado símil roca, con musguito y todo. El papel se guardaba de un año para el otro, cuanto más arrugado mejor; hasta que se rompiera.
Y sobre ese papel de roca, dispuesto con ondulaciones de terreno y hasta pequeñas laderas, se iba colocando toda la parafernalia pesebrística que se imaginan.
El pesebre era lo primero; un ranchito sin paredes era igual, con pasto seco en el piso. Y la cuna del niño Jesús, que a la de mi abuela se le había roto una patita y se le ponía una piedrita para hacer equilibrio. El que hizo el niño Jesús para esa pieza del pesebre se ve que nunca había visto a un recién nacido: Jesús no solo era rosadito de tan blanco sino que rubio y con flor de jopo. Si le ponías una camiseta de algún cuadro de fóbal ya jugaba en categoría churrinche.
A su lado estaban su padres (bah!, su madre; porque parece que el padre había sido un tal Espíritu Santo). Seguramente mi abuela había comprado la cunita con el bebe y a sus padres en lugares diferentes: José y María parecían enanos al lado de su rosillo bebote. Esa diferente escala estaba presente a lo largo de todo el pesebre: los camellos tenían la estatura de una miserable llama al lado de los reyes magos. Además habían cuatro reyes magos; seguramente se habían roto otros dos y al comprar el terceto, uno sobraba. Digamos que eran tres reyes magos con un suplente. Nunca supimos los nombres de cada uno; el único seguro era Baltazar, por razones obvias, que La Galanga se reserva. Dos por tres algún rey, por fallas en el terreno o en su propia base de yeso, se caía y nosotros decíamos que estaba acostado durmiendo.
Y junto al pesebre se ponían vacas y ovejas, de distintas procedencias y por tanto de tamaños tan disímiles que Jurassic Park debe de haberse inspirado en ello. Ahí aprovechábamos los niños más chicos para meter nuestros propios animalitos: tigres, leones, jirafas, monos, convirtiendo el pobre pesebre en un pequeño zoológico.
Un poco más alejado siempre se ponía un espejo con bordes de papel roca, semejando un lago; algo que seguramente debe ser tan habitual en Galilea como un bebé tan rosadito.
Comentarios
mi hija, rebelde ella ; había pintado una oveja de negro, porque decía que siempre en el rebaño había alguna!
Carmiña
mi hija, rebelde ella ; había pintado una oveja de negro, porque decía que siempre en el rebaño había alguna!
ResponderEliminarCarmiña