In Invernum qualqum soreteae fiumo expelent

DEFINICIÓN


galanga (diccionario de la real Academia Española)

3. f. Bacín plano con borde entrante y mango hueco, para usar en la cama.

miércoles, 12 de julio de 2023

Ni olvido ni perdón


por el Flaco

Hizo un gesto de venia con la mano derecha, sin cuadrarse. En la izquierda llevaba un clavel que dejó caer con un movimiento lento y detenido; casi que tomando distancia. Los años transcurridos y las historias leídas y escuchadas estaban contenidas en ese gesto. Su búsqueda había concluido y esa ceremonia, íntima y recogida, era el capítulo que cerraba un largo camino. Un recorrido que no hubiera imaginado nunca tener que hacer. Ni siquiera por un designio providencial. No creía en el destino, pero sentía que había cosas que lo presagiaban.

 

Gregorio Conrado no comulgaba con el determinismo, aunque era parte de ese universo. Se había propuesto que si todo salía bien, cumpliría con ese desafío. En nombre de la familia. Del honor del apellido y la honra militar.

No en vano había heredado los dos nombres de su abuelo y de su padre. Y no sólo eso. También corría por la cinta dinástica de las familias que generación tras generación cumplían esa carrera de relevo profesional.

Como los Mautone, del piso de arriba, todos médicos: abuelo, ambos padres, los tres hermanos y ahora el sobrino mayor, a punto de ser anestesista. O los García Mañán, los vecinos de la playa; un mundo de abogados y escribanos. Cada clan familiar parecía imprimir esa impronta entre vocación y elección. No había mucho que pensar a la hora de terminar la secundaria, a menos que la música, el amor o los viajes irrumpieran de manera distinta en esa línea de herencia tan marcada.

Gregorio Conrado Fernández Raimúndez no fue la excepción y aceptó, de buena gana, que su futuro era seguir la carrera de su abuelo - Gregorio Fernández Armelino -, y la de su padre - Gregorio Fernández Flores -. Claro que sin las pretensiones de hacer una vida militar que le pudiera deparar llegar a convertirse en presidente, director de entes o agregado de una embajada. Si bien desde chico supo deslumbrarse con las armas, y andar a caballo fue una de las primeras cosas que aprendió en el campo de Lavalleja, su pasión, decía, era volar y los aviones. Quería ser comandante, subir al cielo, y desde ahí poder mirar el mundo. Y por qué no mejorarlo; ya no cambiarlo.

Las clases de Filosofía solían terminar en ese tipo de polémicas entre los compañeros, y hasta entre los alumnos y el profesor, quien de manera permanente predicaba que la doctrina de los nuevos tiempos era otra. Que los militares eran formados para prestar un servicio que le estaba negado a los demás, así como debieran también otros dedicarse a sus funciones propias. Que mejorar las condiciones de la gente era atributo de los políticos, los gobernantes; no de las fuerzas. Si bien por su forma de ser por demás reservada no siempre se tomaba el trabajo de intervenir y expresar su pensamiento, sabía que no era esa la impronta que escuchara en su casa paterna. Y menos aún en la de su abuelo, esa figura señera que admiraba por intachable y exitosa. Un ejemplo a imitar, según la tía Marita. La mayor de sus tíos no ahorraba conceptos cuando se trataba de resaltar los atributos y mejores méritos de su padre, a quien siempre presentaba como un auténtico salvador, un tocado por el mandato divino de llevar paz y progreso a una sociedad sin creencias, decía.

Terminar la secundaria e ir a inscribirse en la escuela de oficiales fue un trámite que ya sabía le estaba reservado desde el mismo día de su nacimiento. Y continuar la carrera de sus antecesores le podría ser incluso más fácil que para ellos. Ser el nieto de alguien con tanto peso en el ejército, le abría puertas que los esfuerzos de otros apellidos tardarían mucho más en conseguir. Su inteligencia y contracción a las tareas hicieron el resto, y fue graduado como alférez cuatro años más tarde con los máximos honores. La aeronáutica era su objetivo declarado, y por tanto sabía que necesitaba seguir estudiando algunos años más en esa rama.

La escuela quedaba en Toledo, como a hora y media en auto desde Pocitos, aunque podía quedarse algunos días en el campo de Sauce y desde allí, estando más cerca, no tener que acometer la travesía desde temprano. La casa de los abuelos Raimúndez era una finca grande, con quintas y viñedos que bien conocía de las vacaciones con primos en verano. La piscina, las domas de potrillos, la pesca a la encandilada, tenían para él ese sabor a familia de clan, con amigos e invitados que solían pernoctar en las noches de verano. La lluvia en el campo era algo esperado por los grandes en la siembra, y disfrutado por los chicos que recorrían los potreros felices de volver a la hora de la merienda con caras y ropas cubiertas de barro. Las tortafritas de Ramona, amasadas una por una con una botella por palote y un agujero en el medio, se comían por docenas mojadas en el café con leche elaborado con la producción del tambo propio.

Ese domingo de junio terminaba de preparar el examen de Física cuando un ruido inusitado para la fecha y el lugar llamó la atención de los caseros y vecinos. Los perros ladraban frenéticos, desencajados tras los cercos verdes, acometiendo con sus patas contra las porteras de madera rematadas con herrajes gruesos de hierro. Llegó a la planta baja mientras Ramona y su marido corrían al galpón, asegurando portones y descolgando  las carabinas del comedor, puestas allí por quién sabe quién y en qué época. Unas Mauser 1985 que él nunca había visto usar por nadie, y que más bien le parecían para caza de jabalí, antes que de uso en combate. Corrió los cortinados, descubriendo la procedencia de las exclamaciones. Una caravana de autos y camiones pasaba por la ruta con hombres y mujeres con pancartas gritando consignas, pero nada de armas ni amenazas que pusieran en peligro el curso del resto de la tarde. Reparó en una camioneta. Una chica con boina y bufanda y un muchacho de barba enarbolaban un cartel blanco con letras rojas y negras que decía “ni olvido ni perdón , para los torturadores: paredón”.

La caravana siguió rumbo al este, y cuando el último vehículo se perdiera en la curva grande, le escribió un mensaje a Fernando, vecino de la zona y compañero de armas:

- ¿Cómo venís para mañana? Yo lo tengo casi todo liquidado. ¿Viste la caravana que pasó por la ruta? Siguieron como para el lado del batallón. Capaz todavía no han llegado a tu casa. Creí que eran de algún partido, pero no había fútbol hoy. El campeonato terminó la semana pasada.

Guardó el teléfono y subió al comedor grande, pensando en que ya había visto esa frase otras veces. En los partidos de Champagnat siempre había pancartas de ese tipo al costado de la carretera. Claro que sabía de qué hablaban, pero nunca interpretó que una frase política tuviera algo que ver con un partido de rugby. Además, cada vez que les tocaba jugar ahí, perdían y no hay nada peor para un equipo de cadetes sentirse humillado por un cuadro de colegio de curas. Y con el desánimo que eso lo generaba, prefería subir al bus, y sentarse bien al fondo, donde ni siquiera escuchara los lamentos de bronca de sus compañeros de equipo. Ni para tercer tiempo daba.

- Tranqui, ya los vi. Meta ruido iban. Son los bolches de siempre. Ne des bola. Dale con el examen que después que lo terminemos, a las tres, nos tocan ejercicios. Nos vemos mañana en el 14. Abrazo. 

Fernando era así de tajante. Se conocían desde la escuela. Era nieto de un capitán de fragata y sus dos hermanos mayores ya ejercían como oficiales de la armada. Detestaba que mucha gente siguiera hablando de cosas del pasado, y aseguraba que nada ni nadie podría manchar el honor de la familia militar. Que de religión y política en su casa nunca se hablaba, pero él se permitía decir que siempre que la patria lo reclamara, estaría dispuesto a servir para cerrarle el paso al comunismo. Como lo habían hecho sus pares en los setenta, y que muchos descalificaban cuando hablaban de terrorismo de estado. Nunca terminaba de entender eso de las marchas, las velas y los carteles con fotos. Todos los veinte de mayo de cada año el ejército era acuartelado, y los alumnos de su generación estaban a la orden como reserva. Descreía de las versiones de prensa y partidos políticos que hablaban de desaparecidos y gente perseguida o destituida por razones de ideas. Que eso eran inventos de unos pocos, que sostenían saber que había cuerpos enterrados en el 13, e incluso en la escuela de paracaidismo.

- ¿A vos te parece que alguien puede sepultar tipos muertos en predios nuestros para que estos los vengan a descubrir y digan que esos huesos son humanos? Todo muy irreal, te digo. Que me perdonen, pero que se dejen de buscar y la prensa no venga a molestar al batallón. Nosotros tenemos que aprender a saltar, y necesitamos espacio. A los del 13 les pasa lo mismo. Ni maniobras pueden hacer porque están los excavadores con máquinas y todo.

                                                                                                                                          

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La doctora Yaffé no había tenido una semana muy tranquila. Todo lo contrario. Desde que supo de las noticias, cada mañana se despertaba soñando que era efectivamente cierto. Pero no se daba mucho espacio para una exagerada esperanza. Bien podría ser él, como cualquiera de los otros. Los indicios eran prometedores, pero los testigos por momentos dudaban si era ese el lugar, u otro de los batallones. También se decía que muchos testimonios conocidos en la comisión, eran distractores. Que de los implicados ninguno aportaba datos, y de los pocos conocidos, ninguno se había comprobado que fuera cierto. El 300 Carlos era un sitio posible, pero tantas veces habían llegado a pistas falsas. El infierno grande fue la antesala para mucha gente. Los sobrevivientes que estuvieron allí con él aseguraban haberlo visto encapuchado, siempre desafiante, roncando que él no se entregaba, y que si querían datos que buscaran. Que para eso estaba la OCOA. Días más tarde se sabe que había sido trasladado, y que como a todos, le habría tocado estar en el batallón 13. La conocida como operación Morgan estaba dispuesta a exterminar a la dirigencia del partido, ese año 1975. Él había dicho varias veces que seguiría desde la clandestinidad, desechando salir al exilio. Hasta desde la embajada de Israel habían intercedido por él ante el Consejo de seguridad.

Varias veces las familias habían sido citadas con la mayor de las precauciones y cuidado posible, pero hasta hacía poco tiempo, no había nada firme. Esta vez parecía que la realidad se concretaba, y la espera se había hecho una angustia eterna. El jefe de servicio le había propuesto tomarse unos días para estar más despejada.

 

- Pensá en los pacientes, Gabriela, le había dicho. Por ahí no estás del todo como para seguir en este régimen. No sé, yo estoy a lo que digas. Sabés que contás con nosotros. Me avisás un día antes y yo consigo alguien que te supla.

Está bien. Por ahora me siento como siempre. Te agradezco. Viste que acá somos pocos, y si me quedo en casa no podría soportar estar todo el día en eso. Ya te voy a avisar si todo es como dicen. Si fuera así, me voy a Argentina igual.

Los antropólogos habían mandado el material al laboratorio en Buenos Aires, y era cosa de días tener datos confirmatorios. Una tensa espera sobrevolaba el local de familiares, donde las reuniones siempre terminaban con gestos mezcla de incógnita y optimismo; de dolor con sabor a alegría. Los hallazgos de otros cuerpos y otras identidades, permitían esperar con cierta fe. Varios encontrados e identificados ya estaban de vuelta. Porque al decir de alguno de ellos, la tierra seguía hablando. Y al silencio marcial de todos los enfermos de amnesia repentina, los valientes enfrentados a hombres atados, a mujeres violadas, a familias que durante años peregrinaron por cuarteles y juzgados militares, se levantaba la evidencia de huesos y marcas de tortura. Se elevaban sus voces por encima de los metros de tierra y las mantas de cal viva que al cabo de años los devolvían a la superficie. Testimonios vivos, aunque muertos. Una reparación de hecho, y consuelo de derechos.

La guardia estaba como de costumbre. Pacientes graves, personal en tensión y recursos al límite. La unidad de cuidados intensivos gozaba de muy buen prestigio, pero la demanda de camas nunca dejaba de ponerla a prueba.

Desde hacía unos años los médicos hacían guardias de doce horas por expresa disposición de la dirección de sanidad militar. A diferencia de otros hospitales, esto permitía que los intensivistas se sintieran más descansados, mental y físicamente. Y por lo tanto, pudieran participar  más veces a la semana en el piso, sin dejar de estar al tanto de la evolución de los pacientes. En el cambio a las ocho, se supo que dos pacientes pasaban a piso, pero de esas dos camas, una debía quedar disponible porque venía en camino un alférez politraumatizado con un Glasgow 4 y ventilado.

Gabriela Yaffé era de las más experimentadas del equipo. Había hecho una carrera promisoria, pero siempre a la sombra de ser hija de quien era. Su pasión por la emergencia y el intensivismo la llevó a concursar para ese cargo en el Hospital Militar, a pesar de su apellido. En democracia algunas garantías se habían recuperado. Y ya no había cuestionamientos éticos, objeciones de conciencia ni conflictos de interés para quienes fueran a desempeñarse allí. Era una conquista de las nuevas políticas impulsadas por la ministra Urruty. La misma que había podido rescatar archivos hasta ese momento secretos que revelaban el aparato de terror que la dictadura había armado para exterminar a la disidencia política, gremial, sindical y estudiantil. La abogada Susana Urruty, quien fuera entusiasta impulsora de la búsqueda de restos, amparada en los agujeros negros de una negra ley de caducidad de delitos, en la que no se contemplaban los de lesa humanidad. Esos que nos prescriben, por horrendos, por inhumanos. Fue una de las últimas de sus gestiones antes de dejar el ministerio para pasar a ser directora del Servicio oficial de difusión.

Gabriela bajó a la emergencia, esperando en la puerta a la ambulancia que en un corto recorrido traía desde el helipuerto al paciente accidentado. La acompañaban dos enfermeros y la residente de piso. Mientras la enfermería hacía lo suyo y se ocupaba de las vías, sueros y monitor, el médico de traslado le recitaba los datos poniéndola al tanto.

- 28 años, sano, paracaidista. Del batallón de Toledo. Se tiró en vuelo bajo y le falló el paracaídas de emergencia. El trauma me dice que seguro tiene algo más. Fracturas expuestas de ambos miembros inferiores y traumatismo de cráneo. Me lo entregaron con tubo y sedación. Paró en el camino pero lo saqué. Te lo dejo. Mañana me toca la guardia larga en puerta y subo a ver cómo sigue.


Ya en el ascensor y haciéndose cargo de la situación, mira la historia queriendo absorber rápidamente todos los dilemas clínicos. Su mente entrenada ya se adelantaba un par de metros a los acontecimientos: traumatólogo, vascular, tomógrafo pronto y ojalá no tenga lesión visceral ……Algo instintivo la hizo llevar su vista al encabezado de la hoja de urgencia. Su sorpresa se disparó a miles de metros por segundo, así como su corazón se le precipitaba dentro del pecho. Leyó “Gregorio Fernández Raimúndez..”, y sintió un golpe de calor en la cabeza. Le faltaba el aire y las manos no le respondían. Se sintió inmovilizada por una garra que le oprimía el cuello y la aplastaba contra la pared; petrificada.

-Gabriela, dale que ya estamos .¿Te sentís bien?

La voz de la enfermera le llegaba de lejos, con un eco que resonaba en sus oídos. Parpadeó varias veces, como volviendo a la situación, y haciendo un gran esfuerzo por ponerse en ambiente. Todo lo demás fue como con cualquier paciente. Era el médico de guardia y la vida de ese ser humano estaba en sus manos; era una responsabilidad más. Y grande.

 

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Gregorio Fernández tercero sobrevivió a su terrible accidente. Nunca supo los detalles, pero allí estaba. Con un tubo en la garganta, las piernas enyesadas e inmovilizado por los brazos, veía entrar y salir gente de blanco, jeringas y sueros a su costado. Y ese maldito monitor que a cada rato palpitaba con una alarma chillona y de colores. Desconocía cuanto tiempo llevaba en esas condiciones, hasta que creyó escuchar a los médicos hablar entre ellos y diciendo “dos meses” , “en un par de días estaría como para ir a piso”, “ Gabriela debe estar hecha pelota, pero por otro lado, imaginate”

Ya en la habitación, días más tarde, pudo tener idea de fechas y lugar, aunque no recordaba absolutamente ningún detalle del suceso. Porque supo que se había accidentado. Fernando estuvo a verlo esa mañana y, economizando  palabras, lo había puesto al tanto sin entrar en pormenores.


- Es la segunda visita que viene a verlo, así que le rogamos sea breve. Todavía está medicado, y cuando vino su mamá el domingo terminó muy excitado -, le había advertido la enfermera de piso.

- Te tiraste como siempre, con todo, pero algo no anduvo - le contó mientras repasaba con mirada nerviosa todo el equipamiento que rodeaba a su amigo. - Cuando hice la maniobra y miré a la derecha, me di cuenta que no te abría. El manual dice quince segundos antes de accionar el de emergencia, pero se te vino a abrir cuando estabas, no sé, a unos cuarenta metros del suelo, ponele. Te perdí de vista en el monte chico y supe que estábamos en problemas. Avisé a la base por interno y bajé cuan rápido pude. Cuando llegamos ya estaba la ambulancia contigo y te habían  inmovilizado. Después no supe más nada. Bueno, mejor me voy. No sabés lo que han sido estos meses. En el 14 todos te mandan abrazos. Seguro que en un rato vamos a estar arriba de nuevo. Dale Goyo, vos podés. Ah! Viste quién era la doctora que te atendía en el CTI, no? Una tal Yaffé. Seguro que es la hija de unos de esos que vos sabés. Macanuda la tipa sin embargo, viste? Hablé con ella por teléfono varias veces cuando estuviste bien jodido. Me hice pasar por tu hermano, claro, y la mujer ni idea; obvio. Me contaba cómo seguías, que la cosa venía mejorando, y demás. Parece que hay bolches con corazón y todo.

Y se perdió de vista haciendo la venia en el marco de la puerta. Gregorio movió una mano sin levantarla a modo de respuesta, y le guiño un ojo a su amigo. Creía identificar a la doctora que mencionara. Una mujer flaca, de gorro con flores, manos enérgicas y voz suave. La misma que había divisado como primera presencia humana al cabo de un sueño tan largo. Podía escucharla, pero  por más que lo intentara, nunca supo articular palabra alguna. Sus labios no le respondían, y el tubo en la boca estaqueaba el sonido que su mente escribía en letras de molde para poder expresarse. La escuchó decir – “hoy le bajamos la sedación, está sin inotrópicos, y si responde, mañana le saco el tubo “ -. Sintió la caricia de su mano en la suya mientras manipulaba el monitor por encima de la cabeza, y un consuelo cálido le recorrió la espalda terminándolo de convencer que estaba vivo.

- Fuerte el  tipo, eh? Mirá que tirarse de un Pilatus y vivir para contarla….. Supiste quién es, no? El nieto del Goyo. Ya bastante ha de tener este flaco con llevar ese apellido; cómo no va salir de todo esto

- Doctora Yaffé, - la interrumpe la enfermera asomando detrás de la mampara transparente. - Me avisan de la central que se dejó el beeper en la emergencia y alguien de su familia la está buscando, y es urgente.

- ¡Mi celular ¡Lo dejé en el auto! No te digo, estos días estoy fatal ..! Seguro que es de casa. ¿Te animás a terminar con las dosis que ya vuelvo, Daniel?

 

Tomó el control remoto con la mano izquierda, en ese momento la única en funciones en su amortajada anatomía. Mucho tiempo sin saber nada del mundo fuera del hospital y su cama. Encendió la pantalla parpadeante, y el sonido desacostumbrado le lastimó los oídos, que al cabo de un rato le permitieron llegar a percibir en un volumen acorde al espacio donde se encontraba. En el extremo inferior de la pantalla, rezaba “lunes siete de octubre”, y en una cinta de color rojo que corría anunciaba  “en instantes, Subrayado en vivo desde Familiares. Se confirma la identidad de los restos encontrados el mes pasado en el batallón 13. Corresponden a Esteban Yaffé…”

Después del corte, el desarrollo de la noticia prometida. Gente amontonada, lágrimas en muchos ojos, un hombre de bigote cano y con una camiseta que lucía “todos somos familiares“ en su pecho, y a su lado, sí, allí, a su lado estaba ella: la doctora. La mismísima doctora que días antes lo había acompañado al piso y se despidiera de él con un abrazo. Le pareció ver como unas lágrimas flacas le corrían por la mejilla, cuando le dijo - "Goyo junior, la próxima vez tirate en una piscina, mejor. ¡Chau, varón del aire!"

Era ella misma, la hija del desparecido, ahora aparecido. De pronto y como un fogonazo de recuerdos, su memoria se encendió esclarecida y vio a su abuelo, ya viejo y preso en Duvimioso Terra. Sin uniforme ni galones. Luego su agonía, en ese mismo hospital donde ahora estaba. Y los carteles afuera: “ni olvido ni perdón.”. El velatorio y el sepelio aquel ventoso 28 de diciembre, justo poco antes de egresar como cadete. Era el año 2016, y afuera del cementerio volvió a ver las consignas pintadas en los muros: “paredón…” Y una multitud gritando, otra vez “ni olvido ni perdón….”. Y la tía Marita furiosa, amenazaba con que iba a quejarse al Centro Militar, que el parlamento debería cuidar más los honores de los mártires del marxismo, y un sinfín de lugares comunes que Gregorio nunca terminó de entender hasta que ahora, allí en su cama, se dio cuenta que sabía mucho más de lo que hubiera imaginado. Era una búsqueda involuntaria. La historia se desnudaba ante sus ojos, y en su cama de convaleciente. ¿Habría un destino también escrito para todo eso? Se dijo que tenía un desafío ante sí mismo. Que si todo salía bien, cumpliría con honor, y con vergüenza. Pero lo haría.

 

Ese martes 12 de noviembre el viento de primavera barría la rambla a la altura de Pagola. Gregorio celebraba estar en su casa, y por fin solo, después de tantos días de visitas al regreso desde el hospital. Las muletas no eran impedimento para poder afeitarse y ponerse ropa de civil: una camisa blanca, un jean celeste y zapatillas de salto. Se colgó un suéter para la vuelta. Subió al taxi agradeciendo al chofer que lo ayudara a ubicarse detrás, no sin dificultad mientras le pedía - “¿Se anima a llevarme hasta La Paz?  Al cementerio israelita quiero llegar. Y allí estaba, llevando ese clavel rojo en la mano. En la lápida de mármol gris opaco y escueta se leía en letras de bronce: “Esteban Yaffé, Montevideo, 12 Nov 1927 - …..Batallón 13“

Su pensamiento completó la línea. La cara de su doctora lo observaba con dulzura. Se dijo bien entre dientes “ni olvido .....". En esa ofrenda. Y con un movimiento lento y detenido.

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