Este maravilloso relato, escrito por el cordobés Enrique Orschansky, fue acercado por Stella R., abuela y lectora empedernida de La Galanga.
En los últimos 50 años, nuestro estilo de vida familiar
cambió drásticamente como consecuencia de un nuevo sistema de producción. La
inclusión de la mujer en el circuito laboral llevó a que ambos padres se
ausenten del hogar por largos períodos creando como consecuencia el llamado
“síndrome de la casa vacía”.
El nuevo paradigma implicó que muchos niños quedaran a cargo
de personas ajenas al hogar o en instituciones. Esta tercerización de la
crianza se extendió y naturalizó en muchos hogares.
Algunos afortunados todavía pueden contar con sus abuelos
para cubrir muchas tareas: la protección, los traslados, la alimentación, el
descanso y hasta las consultas médicas. Estos privilegiados chicos tienen
padres de padres, y lo celebran eligiendo todos los apelativos posibles: abu,
abuela/o, nona/o, bobe, zeide, tata, yaya/o, opi, oma, baba, abue, lala, babi, o
por su nombre, cuando la coquetería lo exige.
Los abuelos no sólo cuidan, son el tronco de la familia
extendida, la que aporta algo que los padres no siempre vislumbran: pertenencia
e identidad, factores indispensables en los nuevos brotes.
La mayoría de los abuelos siente adoración por sus nietos.
Es fácil ver que las fotos de los hijos van siendo reemplazadas por las de
estos. Con esta señal, los padres descubren dos verdades: que no están solos en
la tarea, y que han entrado en su madurez.
El abuelazgo constituye una forma contundente de comprender
el paso del tiempo, de aceptar la edad y la esperable vejez.
Lejos de apenarse, sienten al mismo tiempo otra certeza que
supera a las anteriores: los nietos significan que es posible la inmortalidad.
Porque al ampliar la familia, ellos prolongan los rasgos, los gestos: extienden
la vida. La batalla contra la finitud no está perdida, se ilusionan.
Los abuelos miran diferente. Como suelen no ver bien, usan
los ojos para otras cosas. Para opinar, por ejemplo. O para recordar.
Como siempre están pensando en algo, se les humedece la
mirada; a veces tienen miedo de no poder decir todo lo que quieren.
La mayoría tiene las manos suaves y las mueven con cuidado. Aprendieron
que un abrazo enseña más que toda una biblioteca.
Los abuelos tienen el tiempo que se les perdió a los padres;
de alguna manera pudieron recuperarlo. Leen libros sin apuro o cuentan
historias de cuando ellos eran chicos. Con cada palabra, las raíces se hacen
más profundas; la identidad, más probable.
Los abuelos construyen infancias, en silencio y cada día.
Son incomparables cómplices de secretos. Malcrían profesionalmente porque no
tienen que dar cuenta a nadie de sus actos. Consideran, con autoridad, que la
memoria es la capacidad de olvidar algunas cosas. Por eso no recuerdan que las
mismas gracias de sus nietos las hicieron sus hijos. Pero entonces, no las
veían, de tan preocupados que estaban por educarlos. Algunos todavía saben
jugar a cosas que no se enchufan.
Son personas expertas en disolver angustias cuando, por una
discusión de los padres, el niño siente que el mundo se derrumba. La comida que
ellos sirven es la más rica; incluso la comprada. Los abuelos huelen siempre a abuelo.
No es por el perfume que usan, ellos son así. ¿O no recordamos su aroma para
siempre?
Los chicos que tienen abuelos están mucho más cerca de la
felicidad. Los que los tienen lejos, deberían procurarse uno (siempre hay buena
gente disponible).
Finalmente, y para que sepan los descreídos: los abuelos
nunca mueren, sólo se hacen invisibles.
Enrique Orschanski (Médico)
Nació en Córdoba, Argentina, en 1956
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