In Invernum qualqum soreteae fiumo expelent

DEFINICIÓN


galanga (diccionario de la real Academia Española)

3. f. Bacín plano con borde entrante y mango hueco, para usar en la cama.

lunes, 10 de abril de 2023

La verdad completa


por el Flaco

William Brown se quedó a la distancia, contemplando la escena desde los árboles de la entrada.
El acceso estaba permitido únicamente a los familiares cercanos y en un número de no más de diez personas.
El gris del cielo encapotado le daba un marco aún más triste al acontecimiento, armonizando con los colores difuminados de los paraguas de los hombres.
Las mujeres, con rosarios en sus manos, dejaban las flores en el piso y se estremecían en llantos ahogados debajo de sus mascarillas.
Los operarios, de guantes y riguroso mameluco entero, bajaron con cuerdas el féretro envuelto en bolsas de color amarillo, con una maniobra ágil y desprendida.
Uno de ellos aguardó unos minutos de respetuosa espera, bajó la máscara facial y  comenzó a cubrir a paladas la tumba con tierra húmeda y oscura, que devolvería a Marion West al lugar de donde provenimos, como decía el capellán en su responso de tono casi confesional.
Con ella se iba sepultada una parte de su historia nunca revelada, pensó, mientras se devolvía por la vereda de piedra del cementerio inmenso, húmedo y espectral, en el atardecer de panteones señoriales y lápidas de mármoles lustrados.
 
En el largo camino de regreso y apurando el paso para no ser sorprendido por el toque de queda, hizo memoria intentando recordar cuándo habían estado juntos por última vez en estos años.
Se dio cuenta que no lo tenía tan claro.
O no, al menos, como  recordaba cuando se habían conocido.
 
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De esa clase de relaciones, había tenido más de una, luego de la separación y divorcio de su segunda esposa.
Había decidido retomar esa novela que hacía tiempo deseaba terminar y que tantas veces había abandonado.
Resolvió que ir al sur le traería la tranquilidad necesaria, y a la mañana siguiente tomó el tren con un bolso de mano y una carpeta con su manuscrito y una resma de hojas nuevas.
 
Sin conocer el lugar y tras  hacer algunas consultas en la estaciónpagó por adelantado una semana de estadía en un hostalito de aspecto tranquilo, desde donde se divisaba la costa y los barcos cruzando el estrecho bajo un viento de huracanes; el Weber Lodge.
Una habitación con baño propio y tres comidas al día, era todo lo que necesitaba para seguir escribiendo y repensar sus próximos pasos.
La dueña era una rubia muy cordial, quien además servía la comida en el comedor de huéspedeshacía las habitaciones y hasta le propuso lavarle la ropa por algún dinero más.
Marion y su marido, el chef del establecimiento, dirigían la posada que habían heredado de sus suegros, unos alemanes recios - le contaba - , que murieron de pena porque su único hijo no les había dado nietos.
Las frías noches sureñas se sobrellevaban con unos suculentos caldillos de pescado y vino tinto entibiado en copas de patas largas que los pasajeros depositaban sobre herraduras al borde de la estufa.
Alguna vez se quedó hasta más tarde mientras un viejo mustio y octogenario le sacaba notas de tango y melodías a un bandoneón de teclas engrasadas.
Una semana se hizo muy poco, por lo que le propuso a sus anfitriones quedarse otros días, mientras esperaba noticias de su editor a quien le había enviado un mensaje, pero sin dar pistas sobre su paradero.
En las jornadas siguientes, y ya más familiarizado con el lugar y el poblado, hacía largas caminatas por la costanera, esquivando charcos de una pertinaz lluvia cotidiana que los lugareños ignoraban olímpicamente, abrigados con camperones impermeables y gruesos gorros de lana.
Arrimando su chaquetón a la cocina a leña, una tarde de humo y olor a frituras, luego del chocolate hervido y la torta de frutos rojos de  merienda, Marion le sugirió que subiera a su habitación, y con un guiño provocador le propuso que ella misma le llevaría su abrigo una vez que se hubiera secado.
Y no fue la única vez que la dueña de casa lo visitara en su cuarto luego de esa oportunidad.
Varias noches subió furtivamente a su habitación, en el silencio oscuro que sólo quebraban el viento ululante en las ventanas, o los ronquidos del casero desde el último dormitorio en la planta baja.
No le era sencillo bajar al salón al día siguiente y tener que evitar la mirada interrogatoria de su  amante y locataria, mientras desayunaba y de reojo contemplaba al resto de los comensales, buscando en ellos señas que delataran su aventura.
Reconocía no haber dado lugar a sospechas, hasta que posaba su mirada en los ojos inmensos de ella, que mientras secaba las copas, lo invitaban a guardar el silencio de complicidad recíproca.
Días después se despidió formalmente del matrimonio, pagando sus cuentas y sin dejarle a Marion dirección ni teléfono donde ubicarlo.
 
Fue la primera, pero no la única vez.
En un país tan largo pero angosto, seguro la gente pueda tener la oportunidad de volver a encontrarse, aún sin proponérselo, incluso en lugares diferentes.
 
Algo así como dos años más tarde, el diario lo envió a hacer la cobertura de la inauguración de un teatro regional, fruto del esfuerzo de la intelectualidad local y el apoyo de acaudalados empresarios pesqueros que derramaban en un gesto de inefable pedantería, su diezmo de caridad para el beneplácito de sus descendencias y agradecidas autoridades de turno.
Marion y su marido estaban allí, en el luminoso recibimiento, agolpados en la muchedumbre, curiosos por participar en tal acontecimiento.
Seguro no fue casual que lo hubiera alcanzado en la ropería, mientras su marido compraba programas y pastillones de menta con chocolate, tan distinguido y diferente a la imagen que conservaba de verlo en mangas de camisa y delantal, en la atmósfera ácida y calurosa de su cocina.
Acordaron verse al día siguiente, luego del desfile popular, en la puerta del propio sitio.
Otra era la escena, otras las circunstancias, sin pretextos de bandejas que retirar o ropa recién planchada, esta vez se dieron cita furtivamente un par de noches en un motel de mala muerte, a unas cuadras de la plaza central, lúgubre y siempre atestada de bandurrias chillonas encaramadas en lo alto de las araucarias gigantes.
Era su ciudad natal, allí vivían todavía su madre y dos hermanas, por lo que la discreción necesaria apenas les permitió despedirse hasta quién sabe cuándo.
Luego de eso, nunca más supo uno del otro.
 
 
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Caminaba por la playa aquella mañana de febrero, absorto en su pensamiento, buscando un final para el artículo que debía remitir la semana siguiente, ante la insistencia amenazante del editor.
Siempre le reprochaba no ser tan moroso para querer cobrar, como lo hacía con las entregas.
Su amistad de años le ahorraba dar explicaciones y esgrimir pretextos que bien podrían ser motivo de una novela completa.
Se detuvo en un carrito, pidió un jugo fresco y sentado en las rocas, la vio pasar trotando despacio, suspendida en ese reflejo que forman la arena contra el agua, donde las gaviotas marcan sus caravanas de tres patas para perderse en las olas.
Ella se detuvo un momento, tomando aire y extendiendo los brazos en círculos, mientras él la saludó de manera circunspecta con su mano derecha a media altura.
“¿De dónde nos conocemos?” - , fue la iniciativa, esta vez femenina, para que él se levantara y hundiendo los zapatos en la blandura amarilla, fuera a presentarse un tanto sorprendido por la frescura juvenil de la paseante.
Creyó reconocer en su rostro una belleza familiar.
 
Ángela era estudiante de letras y cuando sus horarios se lo permitían, bajaba a correr para tonificarse y evadir su cabeza de clases, pruebas y un novio más posesivo de lo que ella hubiera deseado.
A los 19 años, soñaba con convertirse en escritora y ser reconocida y premiada como los personajes de las novelas de Henry James o David Lodge.
Coincidieron algunas otras mañanas, y ya habiendo sabido algo de aquel maduro escritor y corresponsal de diarios de 53 años, aceptó no sin vergüenza inicial, su invitación para cenar una noche en un restaurant sobre las rocas, con frutos del mar y vino blanco frío.
Sus padres vivían lejos de allí, y como sus suegros tenían un negocio inmobiliario en el balneario, no le resultó difícil convencer a su familia de quedarse a pasar las vacaciones de verano, de modo que los encuentros con su “profesor”, se hicieron frecuentes, prolongados, y cada vez más intensos.
Así, como profesor , fue presentado en la casa de su pareja, con quienes hizo cordiales relaciones habida cuenta de la contemporaneidad con los papás del muchacho .
En el mes de julio, y en medio del receso invernal, recibió un llamado de Ángela que sin muchos remilgos le hacía saber, desde su casa paterna, que había confirmado que estaba embarazada.
Como no tenía dudas sobre la paternidad, ya había enterado a su pareja y a sus padres, y le tranquilizaba haciéndole saber que esto en modo alguno habría de interferir en su relación clandestina, la que siguieron cultivando a la vuelta, una vez reiniciado el período de clases.
Aunque ya no con tanta frecuencia, siguió yendo a la casa de los Stevens, y acompañaba a Ángela en sus paseos por la playa, hasta que nació su bebé.
En homenaje a una bisabuela, llevó por nombre Pascale, una niña regordeta que sus abuelos paternos recibieron como una bendición, y los maternos prometieron venir a conocer en cuanto se fijara una fecha para el bautismo.
El acontecimiento no se hizo esperar y un domingo de marzo todavía caluroso, toda la parentela hizo gala de sus tradiciones y concurrió a celebrar a la recién nacida.
El profesor de Ángela, era parte natural del convite, y en condición de tal fue dado a conocer al resto de la familia.
 
Todo iba de maravilla, entre tanta comida, salmos, agua bendita y estampitas de bautizo, hasta que una muy emocionada Ángela lo tomó del brazo y haciéndolo girar sobre sí mismo lo puso de frente a una señora rubia, madura y elegante que al verlo no pudo disimular un gesto de pavoroso asombro - como el que seguramente debe haber ensayado èl - , diciéndole “Ella es Marion, mi mamá…” “Mami, mi profesor William Brown..”, y los abandonó en su perpleja cercanía, mientras otros invitados la invitaban a abrir paquetes de regalos.
Casi que por una cuestión de localía fue ella quién rompió el silencio, y con tono interrogativo quiso saber qué hacía él en ese lugar, y mira lo que son las cosas, venir a encontrarte de esta manera y luego de tantos años…
Sin abandonar su estado de asombro, él atinó a darle la obvia felicitación por su abuelazgo, y calculando cuánto tiempo más podría permanecer allí sin traicionarse y hasta advirtiendo que su marido cocinero pudiera estar en la reunión y esto le generara una incomodidad aún mayor.
“Willie, de mi marido ni te preocupes. Está al fondo, ¿lo ves?, brindando con sus consuegros. En el viaje me decía que desde el tiempo de mis embarazos, no se sentía tan feliz. Y de eso han pasado ya más de veinte años.
Por otra parte, en cuanto a lo nuestro, no te incomodes: está al tanto de todo. Siempre lo supo.
Por eso es que debo contarte algo que de no encontrarte aquí, nunca lo hubieras sabido: él es estéril, jamás podríamos haber concebido, así lo quisieran mis suegros.
Ahora mira, al costado de la piscina, si, allí, el muchacho alto con el saco azul y de camisa roja. Ese es mi  hijo mayor, se llama Herman, tiene 22 años. ¿No te parece un aire conocido? Pues es tu hijo, fue engendrado cuando estuviste en Puerto Esperanza.
Sintió que le temblaban las piernas, y la sangre se le agolpaba en la cabeza y le nublaba los ojos.
Todavía no repuesto, la escucha tomar aire y con aire trascendente luego de una pausa, continúa para completar su confesión:” Y Angela, tu alumna, mi hermosa niña, es producto de nuestro segundo encuentro en Santa Elena. No fue casualidad que fuéramos allí, sabíamos que estarías en ese teatro, y con mi marido convenimos que ya era hora de otro hijo. Mi querido Willie, gracias a ti, tenemos esta gran familia, y por esa razón, ahora a Pascale, a quien con todo derecho podrás querer como a una nieta…….”
 
Nunca supo cómo se fue de allí esa tarde, ni en qué condiciones llegó a su casa.
Estuvo varios días en la cama, bebiendo sin parar, sin comer, presa de los fantasmas de sus aventuras y las revelaciones de Marion en el banquete, y haciendo una genealogía mental que lo llevaba fatalmente a que su alumna, aquella traviesa corredora de la arena, su amante joven desde el verano anterior, resultaba ser su hija.
Se consideró un auténtico monstruo involuntario, demente, presa de su donjuanismo y de no atender a las diferencias generacionales que le hubieran merecido la condena de su ambiente literario, de sus hijos, los legítimos, todos mayores de  treinta años, de su editor, de sus esposas.
 
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En junio recibió un mensaje de Ángela, quien entre increparle su desaparición y querer saber de su vida, quería enterarlo que su mamá estaba enferma, internada en cuidados intermedios del hospital local. Que ella, su hija y su papá estaban en cuarentena obligatoria por ser consideradas contactos estrechos, y que eso no era todo: ante la insistencia de la señora Stevens, se le había practicado una prueba cromosómica a su hijo por la paternidad de Pascale, resultando absolutamente improbable que éste fuera el papá de la niña .
 
Fue al cementerio, y buscando pasar inadvertido, para despedirse simbólicamente de Marion West.
Para hacerle saber que la pandemia le había impedido conocer la otra parte de la historia.
La verdad completa.


Comentarios


Imperdible! Cómo siempre! 
gabymachín

Buenísimo!!!!!!
Daniel

2 comentarios: