In Invernum qualqum soreteae fiumo expelent

DEFINICIÓN


galanga (diccionario de la real Academia Española)

3. f. Bacín plano con borde entrante y mango hueco, para usar en la cama.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Made in China


por Yamandú Cuevas

Lo que más me gustaba era pincharle los ojos. Levantar la tapa de la caja, aprovechar el breve lapso de encandilamiento que sufría para enterrarle la aguja de coser colchones en alguno de los ojos y quedarme apenas dos, tres segundos mirándolo sufrir de dolor. Más no podía porque se recuperaba rápido, casi enseguida, y si no cerraba la tapa no sé, podía pasar algo. Además, tampoco era lindo así como para estarlo observando, más bien todo lo contrario. Si alguna vez tuvo una forma la perdió, porque a medida que fue creciendo se fue explayando en el fondo de la caja y ocupando todo el espacio, como si fuera gelatinoso. En los breves instantes en que abría la caja para joderlo pude ver que tenía una piel viscosa, llena de cráteres supurantes que dejaban ver trozos de una carnadura por momentos violácea y por momentos de azul intenso. Sin embargo no era agresivo, para poder molestarlo casi siempre tenía que encajarle tres o cuatro patadas bien dadas a la caja para que se despertara. Tampoco podía pasarme en eso porque si la caja se rompía, bueno, no sé…

Me preguntaba desde cuándo estaría en el garaje. Yo lo descubrí hace por lo menos dos semanas, un día que fui a buscar la bici y vi que una de las cajas del piso se movía. Al principio salté, me pegué un susto bárbaro, pero cuando comenté en casa que una de las cajas que había en el piso del garaje se movía sola, lo único que se les ocurrió fue reírse a carcajadas. La boluda de mi hermana ya empezó con la pavada del exceso de masturbación y esas estupideces. Si no fuera por mamá le hubiera apretado el cogote hasta que sacara la lengua. La odio.

Bueno, la cosa es que al otro día no me aguanté y bajé al garaje a ver qué onda con la caja. Ahí fue cuando aprendí lo de las patadas porque fue lo primero que hice, patearla lo más lejos que pude a ver qué pasaba. Con la primera patada, que me salió medio mal -hay que decirlo- no pasó nada, pero con la segunda, que se la metí bien metida, ya se movió. Dio un sacudón como la lavadora cuando termina el programa, así, un temblor rapidito y fuerte, y listo. Nada más. Después, inmovilidad absoluta. Yo me quedé helado, no me podía mover. No sabía si gritar, correr o qué mierda hacer, pero lo cierto es que me quedé ahí.

Buscando algo con qué pegarle de lejos fue que encontré una lata llena de unas agujas larguísimas que mi abuelo usaba para coser los colchones. Agarré la más larga, la empuñé como si fuese una daga y me acerqué lo más sigilosamente que pude. Estaba transpirando y con el cuero cabelludo como con electricidad, pero no me importó, la curiosidad pudo más, así que cuando estuve a medio metro, con una mano abrí la tapa de la caja y con la otra di dos, tres, cuatro pinchazos con toda mi fuerza a lo que fuera que había ahí adentro y cerré, volví a poner la tapa a la caja lo más rápido que pude y corrí hasta la puerta.

Con el paso de los días fui viendo que por debajo de las heridas la criatura tenía un color indefinido y un olor de grasera desbordada. Su piel, cuero o lo que fuera estaba llena de protuberancias que se agrandaban y se achicaban mientras respiraba, y ahora de aquí, luego de allá, de cada una salía un ojo que me miraba fijo por un instante y se hundía para dejar emerger otro que también me miraba fijo y se hundía, y así todo el rato que estuviese destapada la caja.

Cuando le clavaba la aguja en uno de los ojos, ése y todos los demás hacían un gesto de dolor muy gracioso, como una caída de ojos que me daba gracia o ternura y que no duraba más que un par de segundos. Yo nunca esperaba a ver la expresión siguiente pero cada vez que volvía a abrir la caja tenía todos los ojos sanos.
Un día decidí sacarle una foto con el teléfono para mostrárselo a mis amigos, pero no tuve suerte. Ese día por más patadas que le di no hubo respuesta, el bicho estaba dormido como un tronco, así que fotografié la caja. Después, a la noche en mi cuarto, mirando las fotos vi que los textos de la caja estaban en chino. Al otro día en el liceo me fui al laboratorio a ver al profe de química, que había vivido en China. Le mostré la foto, le dije que mi viejo había comprado algo por internet y que le habían dejado una caja equivocada, si no me hacía el favor de traducirnos para ver si podíamos enterarnos que traía la caja sin tener que abrirla, por si queríamos devolverla. Me dijo que se la pasara por WhatsApp, que la miraba y me llamaba.

A la mañana siguiente, cuando bajé al sótano la caja no estaba, subí corriendo a preguntarle a mi padre - ¿vos devolviste la caja china, papá? . - ¿Qué caja, la del correo? No…, debe estar por ahí, en el garaje. ¿Por?
-Nada, nada, por nada, olvidate, le dije, y volví a bajar. En el sótano no había ni rastros de la caja, y cuando le fui a preguntar a mi madre -que tampoco sabía nada- mi hermana me dijo: -che Felipe, te estuvo sonando el teléfono todo este rato…

Cuando lo fui a ver tenía un mensaje de Fernández Comas, el profe, me decía que los carteles en chino decían “Material tóxico, mantener fuera del alcance de los niños”
Un poco más tarde, frente al espejo, noté en mi piel cierta coloración violácea con zonas de azul intenso y unos bultitos que se agrandaban y se achicaban como si algo desde adentro de mi cara quisiera emerger. Salí corriendo.

Mientras corría sentía crecer los bultitos y un sentimiento nuevo que no podría explicar, unas ganas enormes de algo, no sé qué, una urgencia.

Cuando llegué abajo vi que -increíblemente- la caja seguía estando en el mismo lugar que la primera vez, entonces me paré frente a ella y no dudé, con una mano abrí la tapa y con la otra agarré y besé a la criatura, la besé y la besé y la besé con desesperación, con pasión, diría, creo que con amor.


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Ex ce len te ... 
Gabriela , Playa Verde .

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