por Caperuza Rebelada
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Ya no sabemos si podemos
con amigos dialogar.
Estaba de lo más entusiasmado escribiendo un cuento de
fantasmas, estaba conectado, podía ver lo que estaba sucediendo, la escritura
fluía a la velocidad justa, y todo se iba encadenando maravillosamente cuando
se acabó la tinta de la lapicera.
En el portalápices del escritorio había un par de
destornilladores Phillips de mango naranja, un centímetro de metal, un
sacapuntas con forma de cabaña alpina, una trincheta azul, una tijera viejísima
y otro montón de cosas que no se usan nunca. Todo menos lapiceras de repuesto.
Busqué en los cajones de la derecha, en las bandejas de las hojas A4, pero nada,
ni una triste lapicera.
Así que me puse el saco largo, los guantes y la bufanda y
bajé hasta el kiosko a comprar una nueva. Esperando el ascensor estaba doña Hilda,
la vecina de enfrente que aprovechó verme tan abrigado para hablar sobre el
clima. - Tiempo loco, ¿eh? Me dijo mientras se inclinaba levemente sobre el
ducto del ascensor para ver qué tan lejos venía. Ayer un día hermoso y mire hoy
el frío que hace… ¡una locura!
No me acuerdo bien, pero creo que le seguí la conversación
climática hasta el tercer o segundo piso cuando el ascensor, una máquina antiquísima,
toda de hierro y paredes con arabescos, hizo un ruido aparatoso y con un
prolongado guiño de luces se detuvo.
A doña Hilda la cara se le descompuso. - ¿Qué pasó mijo?! ¿Qué
pasó? Me decía agarrándose de mis solapas. - No sé doña; no sé, le decía
mientras intentaba pensar. Debe ser un apagón. Tranquilícese que ya lo
resolvemos, seguro enseguida viene el portero o alguna vecina a ayudar. Pero
los minutos pasaban y el ascensor no daba señales de vida.
Con apagón, el timbre de emergencia era inútil, el aparato
se había trancado entre el segundo y el tercer piso así que desde donde
estábamos podíamos ver el piso de baldosas rojas del tercero y las molduras de
yeso del techo del segundo. Por pura cultura cinematográfica miré hacia el
techo del ascensor buscando una tapa, un ducto para intentar alguna cosa.
Efectivamente, en el techo del ascensor había una especie de
tapa o puertecilla de hierro y arabescos con una manija que en letras rojas y
gastadas por el paso del tiempo decía “empuje” cosa que hice. Al primer intento
la tapa ni se movió, estaba como nacida. Seguro que esto no lo abren desde la
época en que inauguraron esta catramina, pensé. Sin embargo, al segundo intento
la tapa cedió. No completamente, pero algo cedió.
¿Qué va a hacer mijo? Preguntó doña Hilda, y yo la verdad es
que no sabía. Así que para ganar tiempo le dije que esperara un segundito que
ya le decía.
Cuando le di el primer empujón me dio toda la impresión que
la tapa tenía algo encima (no podía ser tan pesada), así que para el segundo
intento hice más fuerza hasta lograr correrla algunos centímetros más. Cuando
ya lo estaba logrando me sorprendieron una serie de sonidos extraños, como de
voces lejanas gritando en un idioma desconocido, grueso y lento.
Al mirar por la rendija que había logrado descubrir vi un
compartimiento oscuro en el que había víboras enroscadas a seres fantasmales,
corpulentos cornudos que abrían exageradamente sus bocas buscando absorber todo
el aire que las serpientes les quitaban. Esa maraña horrorosa, oscura y
gelatinosa soltaba un olor agrio, mezcla de humedad reconcentrada y jugos
descompuestos. Yo ya estaba por volver a cerrar la tapa cuando sentí que me
tironeaban desde abajo. -Espere doña, espere que ya termino, le dije. Pero
debía estar muy nerviosa porque cada vez me jalaba con más fuerza.
Cuando por fin pude cerrar la tapa y mirarla, doña Hilda era un demonio de cuerpo enorme y retorcidos cuernos de carnero que me atraía hacia ella y una y otra vez me clavaba un puñal de empuñadura de serpientes, abriéndome cuatro, cinco, seis heridas grandes por las que se me escapaban chorros de sangre espesa, pastosa y azul como tinta de lapicera.
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| Dibujo para una obra de teatro Manuela De León (2025) |
-Claro, a mí también. Son los que tienen a
Juana, que es poetisa, ¿sabías?
-A mí me gustan porque son los que sirven
más. Ayer me dibujé dos. Pero no los puedo llevar al almacén porque no sirven.
-¿Y qué te comprarías con uno de esos?
-Muchos chicles redondos. Diez para mí y
diez para Alegro, aunque me pelee. ¿Sabés lo que hizo ayer? Desarmó mi chicle
redondo y se comió un montón pero del lado de atrás, y después lo cerró para
que no me diera cuenta.
-¡Que pillo! Pero vos lo supiste, porque me
lo estás contando.
-Es que él me lo dijo pero después, cuando
ya lo había tirado. Me dijo que fue en venganza porque yo otro día me había
comido todos los maníes con chocolate que trajo la abuela, y no era cierto
porque yo le dejé, lo que pasa es que después, otro día, me confundí y me los
comí…
-Igual comer muchas golosinas no es muy
bueno, ¿viste? Por todo el tema de los dientes y la alimentación saludable…
-¡Es re saludable comer caramelos, abuelo!
A mí me hace bien, me pone re contenta. Y por los dientes no te preocupes, yo
me los lavo siete mil veces, como me enseñó mamá. ¿Vos tenés algún billete de
mil?
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