por Máximo Gur Méndez
Cuando yo era chico casi no se ponían regalos en el arbolito de navidad de Papá Noel; los regalos para los niños eran para Reyes, el 6 de enero. De hecho en la mayoría de los almanaques laicos de la época el 6 de enero estaba en rojo pero pudorosamente (y seguramente anticlericalmente), decía: Día de los Niños.
La cuestión es que todos nosotros, si esperábamos algún regalo era para Reyes.
Y conste que además eran pocos los juguetes. Es que salían carísimos. ¿Cuantas pelotas de fútbol tenía cada botija? Alrededor de 1/8. Es decir: cada 8 chiquilines había, con suerte, una pelota. Aquellas de cuero y de piripicho; que si la cabeceabas del lado de la lengüeta del piripicho te quedaba doliendo la frente.
Bueno. La bocha venía en que todos los chiquilines estábamos esperando que llegaran los Reyes. Y con toda la imaginación andando. ¡Si habremos puesto pasto y agua!
La cuestión es que un amigote mio, sintiendo que sus hijos ya desconfiaban un poco de que justo para Reyes todo el comercio sacaba los juguetes a la calle, además de que siempre alguno tenía algún compañero de clase con un hermano mayor y que pim y que pam, decidió afirmar la creencia con una jugada que me resultó una idea maestra.
En Las Piedras de la época era fácil conseguir bosta de caballo o de vaca por ahí.
El tipo fue y trajo una bolsa de bosta; recogió cuidadosamente el pasto, tiró el agua de la jarra y la llevó junto con los vasos a la cocina, y desparramó la bosta en el corredor entre el comedor y la cocina.
Tempranito, de madrugada, sus hijos se levantaron y corrieron como una tromba a buscar los regalos al lado de cada zapatito.
- "¡Miren! ¡Se tomaron toda el agua!" dijo uno
- "¡Y se comieron todo el pasto!" dijo la otra
- "¡¡¡Y los camellos cagaron en el corredorcito!!!" gritó el tercero.
Yo te apuesto que esos tres, hoy ya grandes, bien grandes, todavía creen en los Reyes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario