Metí la mecha hasta el fondo y salió abundante polvo de ladrillo. Cuando la retiré -ya dejando de pulsar el gatillo del taladro- quedó un agujero por el que se podía ver al otro lado. Por el agujero se veía una casa bajita y blanca medio abandonada y a un niño de pantaloncitos rojos que la rodeaba una y otra vez con su triciclo. El agujero que para taco Fischer era desmedido, para ver el panorama -en cambio- era muy chico, por lo que cambiando de mecha lo agrandé un poco. Ahora podía ver una parra que se extendía hacia un limonero muy frondoso, y bajo su sombra una casilla de perro con paredes de bloques y techo remendado. Mitad dentro y mitad fuera de la casilla dormía un perro negro y viejo de pelo corto, con el hocico canoso.
Pensé que
esa pared debería tener una ventana y desconectando el taladro fui a buscar una
maseta y una punta. Un rato después, algo agitado -debo admitirlo- ya había
hecho un boquete considerable y rectangular por el que podía mirar más
cómodamente. Luego habría que conseguir un marco adecuado, mezcla y todo lo que
se necesita para colocar una ventana pero en ese momento lo que quería era
mirar qué pasaba con el niño y su perro negro bajo el patio del parral. Ahora el
botija había armado una barrera de macetas y se preparaba para ejecutar un tiro
libre al arco que formaban los dos palos de tender la ropa.
El arquero (una damajuana verde de 10 litros y canasto de mimbre) desvió el violento tiro que vino a colarse por mi ventana dándome de lleno en la cara. Quedé aturdido. No es que la pelota fuese muy dura, pero entre el golpe, el calor de ese domingo de principios de diciembre a las tres de la tarde y el polvo del escombro que no terminaba de bajar, la atmósfera se había puesto irrespirable. Igual fue un instante. Tres, cuatro segundos, nada más los que tardé en agarrar la pelota y saltar hacia afuera para llevársela al niño, que al verme aparecer de la nada salió corriendo hacia su casa al mismo tiempo que el perro se me vino encima. Por acto reflejo (o como se diga) agarré un cascote de los escombros de la ventana para defenderme, pero el sólo gesto ahuyentó al perro que corrió a refugiarse en su casilla desde la que me seguía gruñiendo.
Un mangangá
gigante me pasó zumbando la oreja. Lo miré irse con su vuelo bamboleante hacia
la parra de la casa del fondo de la que salió una mujer joven de pelo castaño a
preguntarme qué estaba haciendo ahí, que quería.
Soy el
vecino de la casa de adelante, vine a devolver la pelota que entró por mi
ventana señora, creo que es de su hijo, no?
Cachorro! Gritó la señora azuzando al perro que avanzando de nuevo saltó y me tiró al suelo, me revolcó por el piso de tierra seca y tironeó de mi camisa hasta que –no sé cómo- pude zafarme. Entonces corrí como loco a meterme por la ventana pero en su lugar había un agujero apenas más grande que para taco Fischer, que para espiar algo estaba bien, pero para escaparme no.
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