El primer eructo fue muy pequeño y discreto
así que casi no noté el polvillo verde que flotaba frente a mi cara. Sin
embargo, advertí que Clarita me miraba con una
expresión de asco y extrañeza. Para disimular, y aprovechando que el día estaba
lindo, abrí la ventana que daba al jardín de adelante, lleno de caminitos de
tosca con bordes remarcados y arbolitos primorosamente podados con formas simples.
El sol y la modorra posterior a la sobremesa me arrancaron un bostezo largo que
me costó reprimir. ¿Gusta un café? preguntó Clarita con un tono poco amistoso.
Negro, por favor. Cuando la vi retirarse rumbo
a la cocina aproveché a aflojarme un punto del cinturón y a lanzar un
eructo que hacía unos minutos venía clamando por irrumpir. Surgió de forma sonora, generándome una sensación de alivio que me permitió
apreciar, además de su coloración verde, el efluvio formaba una pequeña nube de
esporas transparentes, una suerte de pompa formada por miles de mínimas gotitas
que se desplazaban por el aire como las burbujas
de los cirqueros en los semáforos.
Cuando ella volvió con el café yo ya era otro.
Le agradecí y le sonreí distendido. Me acomodé en el sofá frente a la mesita
ratona de tapa de mármol feliz y confiado en el futuro, pero al primer sorbo el
amargor del café la barriga me vibró
poderosamente: era una señal inequívoca de que se aproximaba otro fatídico
evento. Mientras Clarita comentaba lo trabajoso de conseguir buenos jardineros
en aquel barrio sentí un borbollón de aires diminutos haciéndome cosquillas en la garganta. Mis narinas comenzaron
a dilatarse mientras se abrían los canales preparando el terreno para dar paso
a lo que tanto temía.
-Discúlpeme la torpeza, Clarita, ¿sería tan
amable de traerme un terroncito de azúcar? dije conteniendo un poco el aire y
bajando la mirada hacia la alfombra oscura. Ella se levantó y apenas la pollera
tableada terminó de girar llevé mis manos a la boca para reprimir al menos la
parte más grosera del sonido.
Sin embargo el
eructo salió con un sonido amortiguado pero más largo y deforme que los
anteriores. El color había mutado a un fucsia intenso con ribetes lilas que
emitían pequeños destellos como los de las puntas de la alas de los aviones,
mientras que su forma se alargaba en el living asemejándose a un perro salchicha
que flotó por la ventana hasta estrellarse contra los arbolitos con forma de
pera del jardín de los padres de Clarita.
-¿Se siente bien? preguntó al volver con el
azucarero. Cerré la ventana y dije: -Perfectamente.
Mientras tomaba un terroncito y agradecía la
gentileza me animé a ofrecerle el teléfono de un amigo experto en
contrataciones de personal, un poco para ayudarla y otro poco para entrar en
alguna conversación. Sin embargo, al meter la mano en el bolsillo interno del
saco, comencé a sentir cosquillas: era el ascenso burbujeante del aire que pugnaba por
escapar de una forma más que indecente ante los ojos inocentes de mi
pretendida.
Sin dudarlo me paré de golpe, la tomé del brazo y le pedí que por favor me mostrara su maravilloso jardín. Ella, dirigiendo una leve mirada al café sin terminar dudó durante un momento, pero mi firme determinación terminó por vencerla y se dejó llevar hacia la puerta de salida.
Afuera todo era margaritas y gladiolos y sol rebotando sobre su pelo mezclado con retortijones y mejillas enrojecidas por la urgencia. Maldije el estofado de su madre, el ponche caliente y aquel postre recargado de dulce de leche y nueces sin darme cuenta que Clarita me estaba conduciendo hasta un lugar sombreado y convenientemente apartado y que ahora me tomaba de la solapa aproximándose sin el pudor que había mostrado hasta hacía unos minutos, mientras acercaba sus labios a los míos con intenciones imposibles de eludir.
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