Cuando Lisette se enojaba, me gritaba ¡judío! No una, sino tres veces, siempre tres veces, un grito crispado, histérico. ¡judío! ¡judío! ¡judío!
Gritaba cerrando los puños.
Vivía con su madre, a un par de cuadras, por Millán, en un apartamento interior, oscuro.
A mí no me gustaba jugar con Lisette, pero los miércoles de tarde mi madre me vestía con ropa limpia y salíamos de visita.
Lisette se enojaba, gritaba, me gritaba judío.
Su madre levantaba la vista, desentendiéndose de la conversación con mi madre, nos miraba en silencio y luego miraba a mi madre.
En el camino de regreso, mi madre decía: pobres han sufrido mucho. Lo decía para sí, sin mirarme, sin mirar nada, solo atenta a sus pasos, a su compasión.
Lisette era judía. Había nacido acá, pero sus padres se escaparon de una guerra.
Sus padres eran alemanes, ambos habían nacido en Alemania, pero ella era judía.
Su padre, funcionario de aduanas y logró mandarla para América, luego la siguió; acá se casaron.
Decirle judío a alguien era algo muy feo.
Los judíos mataron a Jesús decía mi abuela, eso era terrible. Imaginen, matar al mismísimo hijo de dios.
Yo no contestaba, quedaba duro de miedo y le devolvía el juguete o lo que hubiera ocasionado la rabieta.
Como decía mi madre, había sufrido mucho.
Lisette no sabía que era judía, su madre, quizá por vergüenza nunca se lo había dicho.
Nunca conocí a su padre, tal vez había muerto, o estaba trabajando a la hora de nuestras visitas.
El gordo Raimundo decía que los nazis hacían jabón con la grasa de los judíos, lo decía con un énfasis que me asustaba.
El gordo decía que los Nazis habían matado a millones de ellos
A mí me parecía, que hacer jabón con la gente no estaba bien, que matarlos no estaba bien.
Decía que los nazis eran unos hijos de puta, lo decía en serio, y ponía cara de malo.
Una tarde, Elena -la madre de Alex- entró en un grito en nuestra casa. Alex y el Gordo estaban presos por ser comunistas y armar lío en una manifestación frente a la Universidad.
Elena, lloraba. Yo no sé en qué nos equivocamos, decía mientras lloraba. Mi madre la consolaba diciendo que, en nada, que los muchachos de hoy eran rebeldes, y que los comunistas les llenaban la cabeza.
Mi viejo acompañó a don Alejandro a la comisaría, a los pocos días los soltaron.
Mis padres hacían jabón en el patiecito, y el olor no me gustaba, había que poner la grasa -que mi padre traía de la carnicería del barrio, Ascencio y Millán- y soda en una olla enorme, cocinar horas en el primus, y luego cortar en pedazos esa pasta asquerosa que luego servía para lavar la ropa y dejarla con un olor insoportable.
Nunca más ví a Lisette, nos mudamos.
Mi abuela y mi madre me llevaban a misa y a estudiar catequismo
Jesucristo era el hijo de dios y de santa María, había espíritu santo, una paloma blanca que se pasaba volando. Dios, Jesús y la palomita eran tres. Pero eran uno solo, sonaba raro, yo decía que si con la cabeza, pero no entendía nada.
La catequista, una vecina de mi casa, ponía un cartel en el pizarrón del salón parroquial de Santa Rita y nos mostraba el infierno, fuego, el diablo con un tenedor enorme, pinchando a gente que se quemaba; eran los malos, los que estaban condenados, seguramente entre ellos estaban los judíos y los comunistas.
Seguro que allí iría a parar yo.
Gladis - la vecina gorda y gritona que vivía en el apartamento de arriba - colgaba sus bombachas enormes en un tendedero de su balcón, y a mí me gustaba mirarlas, imaginar la marca roja que el elástico le dejaba en la cintura, como a mi madre. Me gustaba pensar que era la marca que les quedaba cuando dios las hizo de a pedazos, desde una costilla.
Una vez la vi desnuda, recién bañada, colgando su bombacha en la terraza, su cuerpo enorme, blanquísimo
Me dormía pensando en que estaba allí cuando dios la armaba de a pedazos, imaginaba sus pedazos de carne blanca, yo los agarraba y se los iba alcanzando
Estaba condenado, pensaba cosas horribles, soñaba con Lisette gritándome judío. Soñaba con el olor a jabón casero. Soñaba con Gladis.
Una vez, en el confesionario, le dije al cura, que con el Quique habíamos robado tres manzanas del puesto de Don Domingo y me mandó a rezar un montón de padrenuestros.
Nunca confesé que tenía una amiga judía, un amigo comunista y que pensaba porquerías.
Mi destino era el infierno.
Comentarios
Silvia Ferrín
Impresionante!!
ResponderEliminarExcelente. Flaco
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